La pluma azul
“Un análisis como este, que habla sobre representaciones de las masculinidades femeninas sin disponer casi de imágenes, funciona al final, paradójicamente, como un archivo incompleto: es una compilación de huellas, fracasos, desviaciones y violencias del proyecto biopolítico del sexo y del género. Más que un análisis de las representaciones, al final ha resultado ser un análisis de las geografías de las invisibilidades, silencios, ocultamientos…” (Trujillo, 2015: 57).
En “Lesboerotismo y la masculinidad de las mujeres en la España franquista” (Platero, 2009c) Platero analiza como el régimen franquista impuso una concepción del género y la sexualidad muy rígida basada en la diferencia sexual, en la que los hombres y mujeres aparecían como seres opuestos, “no sólo por su distinta fisionomía y diferente designio divino, sino también por el papel que desempeñaban” (Platero, 2009c: 18). La construcción del modelo patriótico femenino se opuso a la concepción de modelo republicano, temeroso de la libertad y la masculinización que se había producido en las mujeres durante los años veinte y treinta (Platero, 2009b: 24).
“Estamos mirando a una sociedad asentada en una división sexual férrea, por la cual mujeres y hombres se erigían como seres diametralmente opuestos, ya no sólo por su distinta fisonomía y un diferente designio divino, sino también por el papel que desempeñaban en el régimen franquista. Estamos observando un régimen que enaltecía una masculinidad vinculada al compañerismo, fuerza y juventud, así como los varones como cabezas de familia y proveedores, mientras que las mujeres eran entrenadas como madres y esposas cuya virtud residía en la sumisión y servicio. Sin embargo, tanto las mujeres como los varones compartían una situación de represión y sumisión, que de alguna forma los estaba feminizando, frente a un Estado que se erige como masculino y autoritario” (Platero 2009c: 18).
Instituciones como la Sección Femenina, la Iglesia y la psiquiatría fueron responsables del adoctrinamiento de las mujeres para que éstas fueran sumisas y participasen del mantenimiento económico y político del régimen franquista (Platero, 2009c: 18). La institución psiquiátrica de la época concebía a la mujer como un ser inferior, patológico e infantil haciendo “necesaria la regulación de sus instintos, su comportamiento y su participación en la sociedad” (Platero, 2009c: 19). Antonio Vallejo-Nájera y Juan José López Ibor fueron dos de las figuras psiquiátricas más representativas que participaron en la represión de los homosexuales e intersexuales experimentando con prácticas eugenésicas como la lobotomía, el electroshock y la castración química (Platero, 2009c: 19) como una forma de poner en vereda cualquier expresión del género y la sexualidad que se considerasen inmorales. La represión de los homosexuales y la lesbianas se ejerció de una forma especializada (Platero, 2009c: 21), por un lado, los homosexuales fueron reprimidos a menudo de una forma física y violenta por parte de los cuerpos de seguridad del Estado (Platero, 2009c: 21), mientras que la represión en el caso de las lesbianas tuvo un carácter más ideológico, “articulado a través de la cultura, educación, religión, instituciones familiares, partidos políticos, sistemas de comunicación, etc.” (Platero, 2009c: 21), condenándolas al silencio y a la clandestinidad. Solo se conoce un caso en el que la represión estatal aplicó las mismas medidas que en el caso de los homosexuales masculinos a una “mujer”, el caso de María Helena N.G., encontrado en un expediente de 1968, que fue detenida por su travestismo y por su deseo por otras mujeres (Platero, 2009c; 2015b).
Como hemos visto anteriormente, en los años setenta surgió el Movimiento de Liberación Homosexual que se movilizó en contra de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970 y, dentro del movimiento surgieron las primeras diferencias por cuestiones que tenían que ver con “la pluma” de los homosexuales femeninos y las transexuales (Ramos, 2009b). En el caso de las lesbianas, que comenzaron a movilizarse dentro del movimiento homosexual y algunas simultáneamente en el movimiento feminista, también “había, en general, bastante rechazo hacia las que tenían pluma, o una apariencia masculina, incluso entre las propias feministas” (Trujillo, 2015: 44). Gracia Trujillo explica que la ausencia de imágenes de lesbianas masculinas en esa época está relacionada con la reminiscencia de los “mecanismos de control y vigilancia férrea sobre los roles de género y sobre las sexualidades, especialmente de las mujeres, heredadas de la dictadura” (Trujillo, 2015: 45)
“En aquel contexto de control social, represión y hostilidad general ya era bastante difícil nombrarse lesbiana, organizarse políticamente con otras y salir a la calle; ser, además, masculina, y que se notara, suponía un plus de exposición que aumentaba, todavía más, la probabilidad de ser insultada, agredida e incluso detenida (Trujillo, 2015: 45).
Con la llegada de los años ochenta, las lesbianas se integraron dentro del Movimiento Feminista donde comenzaron a debatir sobre las prácticas sexuales entre lesbianas, las relaciones butch-femme y la pornografía con la voluntad de cuestionar el silencio del feminismo hacia las cuestiones particulares de las feministas lesbianas (Trujillo, 2015: 47).
“La decisión política de priorizar el género sobre la sexualidad tuvo un efecto importante en las representaciones que mostraban los grupos y, más en concreto, en cómo se evitaron las imágenes sexuales y las plumas masculinas” (Trujillo, 2015: 47). La ausencia de imágenes sobre las masculinidades lesbianas en la década de los ochenta fue consecuencia de algunas actitudes lesbófobas dentro del movimiento feminista y por el temor que tenían muchas de ellas a salir del armario públicamente (Trujillo, 2015: 47). El Colectivo de Lesbianas de Euskadi, a través de su fanzine “Sorginak” (CFLE, 1986-1994), y el Colectivo de Feministas Lesbianas de Madrid, en su revista “Nosotras que nos queremos tanto” (CFLM, 1984-1992), comenzaron a visibilizar la masculinidad de las lesbianas en sus publicaciones, que ya desde los años setenta se conocía bajo el nombre de “la pluma azul” (Platero, 2008b: 405).
Hasta entonces, “la pluma azul”, encarnada en el estereotipo de la butch, la camionera o la marimacho, era entendida como algo negativo dentro de la comunidad de lesbianas feministas ya que era la responsable de la visibilización del lesbianismo (Trujillo, 2015: 47), “la causa, argumentan algunas voces, de que el lesbianismo se lea en códigos masculinos, y al hacer esto, colaboran con la noción extendida de que las lesbianas no son o no pueden ser femeninas” (Trujillo, 2015: 47). Según Trujillo, la masculinidad de la butch y de otrxs identidades gender queer (drag kings, trans masculinos, transgéneros…) ha sido identificada constantemente como una patología, una identificación errónea, “como sujetos que aspiran a ser hombre y a tener un poder que siempre queda fuera de su alcance” (Trujillo, 2015: 48-49).
“Existen muchas prohibiciones sociales, culturales y políticas en contra de la masculinidad femenina. Es considerada una amenaza a temas como la maternidad y un cuestionamiento al heteropatriarcado en general, de ahí su “peligro”. Las masculinidades femeninas, y las no hegemónicas en general, son castigadas socialmente por tener y disfrutar de una apariencia inapropiada (e inapropiable). Estos castigos se efectúan a través de silencios, de la ausencia de representaciones (no estereotipadas), de la pervivencia del estigma y de las múltiples violencias físicas y verbales que reciben los cuerpos e identidades “diferentes” (Trujillo, 2015: 48-49).
Otro de los motivos que tiene relación con la ausencia de imágenes, según Platero, es la sexofobia del lesbianismo (Platero, 2009b: 407), que continúa resistiéndose a que estas identidades lo sexualicen públicamente. Las butch y lxs transgéneros son identidades hipervisibles, muy expuestas, que incomodan al lesbianismo porque son leídas como hipersexuales (Trujillo, 2015: 49; Platero, 2009b: 407). Con la llegada a principios de los años noventa de los grupos de lesbianas queer se produjo un giro de ciento ochenta grados en la producción de imágenes de lxs disidentes sexuales (Trujillo, 2015: 42). Este giro en la representación de los grupos activistas queer, fue motivado por la movilización de los colectivos (La Radical Gai, LSD, RQTR, GtQ y Bollus Vivendi) frente a la crisis del sida y la homofobia que trajo con sigo, por la emergencia de grupos de artistas/activistas lesbianas queer (Cabello/Carceller, Cecilia Barriga, Virginia Villaplana, Carmela García, etc.) que comenzaron a crear una cultura propia alejada del conservadurismo del movimiento gay y el movimiento feminista (Trujillo, 2015: 52), conformando un “sujeto político diferente” (Trujillo, 2015: 54), y por la influencia de las representaciones de otros colectivos queer foráneos (Act Up, Queer Nation, The Lesbian Avengers, etc.) con los que establecieron vínculos (Trujillo, 2015: 52).
“Esto fue posible gracias el relevo generacional, a los viajes de activistas y la interacción con diferentes activistas queer de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, entre otros. A pesar de este hecho y de la sexualización de las imágenes y los discursos de los grupos de bolleras queer (o “cuir”), las masculinidades en cuerpos de mujeres tendrán que esperar hasta la siguiente década para aparecer en el ámbito de las representaciones” (Trujillo, 2015: 42).
A finales de los años noventa comenzaron a aparecer las primeras imágenes de drag kings en nuestro contexto. Los colectivos de lesbianas feministas queer influenciados por la traducción de las teorías queer anglosajonas y la publicación de algunas imágenes de Del LaGrace Volcano en el fanzine “Non Grata” (LSD, 1994-98) del colectivo LSD, comenzaron a realizar sus propios talleres drag king en espacios autogestionados en los que experimentaron con el carácter performativo del género (O.R.G.I.A, 2005). Simultáneamente, dentro del contexto artístico se producen a finales de la década una serie de exposiciones en las que se muestran imágenes drag king de referentes foráneos como el vídeo “It wasn’t love” (It wasn’t love, 1992) de Sadie Benning en la exposición “Cocido y crudo” (1995) en el MNCARS (Museoreinasofia.es, 1994), las fotografías de Catherine Opie y Claude Cahun en la exposición “El rostro velado. Travestismo e identidad en el arte” (1997) en Koldo Mitxelena (Kmk.gipuzkoakultura.eus, 1997) y las imágenes de Del LaGrace Volcano en “Héroes caídos. Masculinidad y representación” (2002) en el EACC (Eacc.es, 2002). A principios de los 2000 se producen algunos talleres drag king en el contexto institucional del arte en los seminarios “Retóricas del género. Políticas de identidad: peformance, performatividad y prótesis” (2003) en UNIA (Ayp.unia.es, 2003), organizado por Paul Preciado, y “Fugas subversivas. Reflexiones híbridas sobre la(s) identidade(s)”, organizado por el colectivo valenciano O.R.G.I.A. (Uv.es, 2005a), por nombrar algunos de los más significativos. Desde entonces se ha utilizado la estrategia de desidentificación drag king en performances y talleres autogestionados realizados por colectivos de lesbianas queer, postporno y transfeministas, utilizándolos como una herramienta con la deconstruir la masculinidad de forma paródica, aprender los mecanismos mediante los cuales se construye la masculinidad y empoderarse colectivamente.
En un espacio intermedio entre el activismo y el contexto artístico, entre lo drag y lo trans, entre la realidad y la ficción, aparece la obra de las artistas Cabello/Carceller (Cabellocarceller.info, 2015a). Las artistas, que forman parte del activismo queer desde los noventa, momento en el que comienza su trayectoria artística, realizan a partir de 2004 toda una serie de proyectos en los que lxs protagonistas de sus obras son representados por sujetxs con aspecto masculino de difícil definición. Esta estrategia es característica en gran parte de su trabajo, en el que muestran imágenes de masculinidades transgresoras hipervisibles a la vez que realizan un ejercicio de desplazamiento de la identidades haciendo su obra incategorizable.
El primero hito de representación de identidades transgénero en nuestro contexto apareció en el año 2002. En un momento en el que estas realidades eran desconocidas en España, se emitió en Televisión Española “El camino de Moisés” (El camino de Moisés, 2002), documental realizado por Cecilia Barriga. El mismo año que se aprobó la Ley de identidad de género (2007) surgió el colectivo Guerrilla Travolaka en Barcelona, una de las primeras voces del activismo a favor de la despatologización de las identidades trans e intersex. Guerrilla Travolaka (Guerrilla Travolaka, 2009) comenzó a producir sus propias representaciones frente a la escasez de imágenes existentes de cuerpos trans masculinos, empleando estrategias que nos recuerdan a las utilizadas por los colectivos queer de los años noventa (hipervisibilidad, desplazamiento y trasversalización de la lucha con otras opresiones). Si en aquel momento la crisis del sida había sido el disparador del activismo queer, para los colectivos trans que comienzan a surgir a partir del año 2007, la definición de la transexualidad como “disforia de género”, que los categorizaba como enfermos mentales, se convirtió en el motor de su lucha. El activismo de estos colectivos trans aparece representado en diversidad de posters, flyers, fotografías, vídeos y en un puñado de documentales, y en el que internet se convirtió en una herramienta fundamental con la que visibilizaron estas representaciones, movilizaron la lucha y establecieron vínculos con otros colectivos trans del contexto nacional e internacional.
Hemos decidido detener nuestro análisis de la representación de las masculinidades transgresoras en nuestro contexto justo antes de la llegada del transfeminismo. Este movimiento que surgió en 2009 en torno a las Jornadas Estatales Feministas de Granada es tan reciente que carecemos de perspectiva histórica con la que llegar a una conclusión todavía. Pero no queríamos concluir sin apuntar que la manera en la que estamos mirando estas realidades identitarias es en sí misma transfeminista. Todavía nos es complicado analizar qué imagen representamos pero sí sabemos cómo la estamos representando.
Pese a que “la pluma azul” es un término que surge en el movimiento de lesbianas feministas en los años setenta y ochenta lo hemos utilizado aquí como un concepto paraguas para realizar una genealogía transversal en la que entendemos que las butch, los drag kings y lxs transgéneros comparten una serie de opresiones comunes que están relacionadas con el género, el sexo, la clase y la raza. Las masculinidades transgresoras cuestionan con su existencia los límites y las exclusiones de las categorías hombre, mujer y lesbiana, pero si no cuestionan el sexismo, la homofobia, la transfobia y el racismo entonces no pueden llamarse transgresoras. Si las butch no son mujeres y lxs transgéneros no son hombres. Entonces, ¿qué somos?