Transformación del concepto género
«Por un tiempo, pensé que sería divertido llamar a lo que hacía en la vida terrorismo de género. Me parecía acertado al principio —yo y mucha gente como yo estábamos aterrorizando la propia estructura de género—. Pero ahora lo veo diferente —los terroristas de género no son las drag queens, las bolleras butch, hombres patinando travestidos de monjas—. El terrorista de género no es el transexual masculino que está aprendiendo a mirar a los ojos a la gente mientras camina por la calle. Los terroristas de género no son los papaítos-leather o las maricas de los asientos traseros. Los terroristas de género no son los hombres casados que, temblando en la oscuridad, se deslizan en los panties de sus esposas. Los terroristas de género son aquellos que golpean sus cabezas contra un sistema de género que es real y natural; y que luego utilizan el género para aterrorizarnos al resto de nosotras. Estos son los auténticos terroristas: los Defensores del Género» (Bornstein en GtQ, 2005: 20-21).
“Necesitamos el poder de las teorías críticas modernas sobre cómo son creados los significados y los cuerpos, no para negar los significados y los cuerpos, sino para vivir en significados y cuerpos que tengan una oportunidad de futuro” (Haraway, 1995a: 322).
El siguiente análisis pretende demostrar el profundo “giro performativo” (Preciado, 2003b) que ha sufrido la noción de género en las últimas décadas. El concepto de sexualidad ha sufrido una evidente transformación histórica como consecuencia de la aparición de una multitud de retóricas que han motivado el pensamiento y la reflexión acerca del término. Pero ¿qué es eso del género?
En 1949, Simone de Beauvoir pronuncia su famosa frase “no se nace sino que se deviene mujer” en el ”El segundo sexo” (De Beauvoir, 2000), poniendo en énfasis que la mujer había sido relegada al segundo sexo a lo largo de la historia y cómo ésta jerarquía era un invento patriarcal que tenía como objetivo legitimar la autoridad masculina. Anteriormente, las investigaciones etnográficas que la estadounidense Margaret Mead había realizado en la década de los veinte en Samoa y Nueva Guinea, habían puesto en cuestión la visión biologicista por la cual la división sexual del trabajo en la familia moderna “se debía a la diferencia innata entre el comportamiento instrumental de los hombres y expresivo de las mujeres” (Stolcke, 2004: 82).
El término “género” se introdujo en el mundo académico a través de la sexología. En 1947, el psicólogo y médico norteamericano John Money, trasladó el término “género” desde las ciencias del lenguaje a las ciencias de la salud mientras trataba a niños con problemas de “indeterminación de la morfología sexual” (Preciado, 2003b). Diferenció el término “género” del término “sexo” con la intención de “nombrar la pertenencia de un individuo a un grupo culturalmente conocido como “masculino” o “femenino” (Preciado, 2008: 28). Money afirmaba que era posible “modificar el género de cualquier bebé hasta los dieciocho meses” (Money en Preciado, 2008b: 28) y creía que las intervenciones quirúrgicas en los bebés con problemas de indeterminación sexual, eran el único medio para conseguir su adaptación familiar y social (Preciado, 2003b). Sus investigaciones fueron determinantes en el pensamiento de Harry Benjamin que más adelante utilizaría el concepto “identidad de género” en el tratamiento homono-quirúrgico de las personas transexuales (Es.wikipedia.org, 2015).
En la década de los sesenta el término reapareció como una categoría analítica y herramienta política que sirvió para comprender la desigualdad de las mujeres y permitió la articulación de todo un conjunto de políticas de resistencia y transformación (Pons y Solá, 2011). Posteriormente, el feminismo fue ampliando el concepto de género, rompiendo su vínculo con la diferencia sexual y trascendiendo las diferencias entre hombres y mujeres (Pons y Solá, 2011).
“Desde diversos sectores del movimiento, el género comienza a ser entendido como un mecanismo de poder, como una tecnología o una performance. Esto es, como un aparato o constructo social que no tiene su base en las diferencias sexuales entre hombres y mujeres. Una representación que forma parte de la ideología y que juega un papel fundamental en la constitución de las identidades de los individuos y en la forma en la que nos organizamos socialmente” (Pons y Solá, 2011).
***
Lo personal es político
Durante la década de los sesenta apareció la noción de género como diferencia sexual, facilitando a las mujeres “a separase del discurso de que la verdad de la persona estribaba en su anatomía, en su sexo biológico“ (Aliaga, 2004a: 11). En 1970, Shulamith Firestone escribe “La dialéctica del sexo” (1973), donde analiza la función de la mujer como hembra de la especie y su protagonismo en los mecanismos de la reproducción, afirmando que la raíz de la opresión patriarcal está basada en la propia configuración biológica de los sexos (Firestone, 1976). En 1979, Kate Millett escribe “Política sexual” (1970), en él afirma que “el sexo es político” (Millet, 1995: 27). Las concepciones de Firestone y Millet sobre el sexo como cuestión política permitieron la articulación de todo un conjunto de estrategias de resistencia en el llamado “feminismo esencialista”.
“El feminismo clásico y esencialista se estructura a partir de una especie de ontología biológica de la diferencia sexual que defiende la existencia de una línea de continuidad entre tres nociones diferenciadas: sexo, género y orientación sexual. Desde esta perspectiva teórica, el sexo sería algo natural, un imperativo biológico que se identifica con los genitales, mientras la diferencia de género derivaría de una construcción social y simbólica vinculada a un proceso dialéctico de dominación y opresión (en el que los opresores serían los hombres y las oprimidas las mujeres)” (Preciado, 2003b).
Los años setenta en EE.UU. fueron años de activismo, en el que las reivindicaciones feministas se enmarcaron en el contexto de las protestas en contra de la guerra de Vietnam, las manifestaciones estudiantiles, la lucha del Movimiento de los Derechos Civiles y el nacimiento del movimiento de liberación negro. Este contexto produjo que una nueva generación de artistas implicadas en el movimiento feminista aterrizasen sus reivindicaciones en el contexto del arte. “Su experiencia como mujeres adquirió una dimensión social, que algunas percibieron como totalmente distinta a la de los hombres y, consecuentemente, merecedora de una lucha específica” (Aliaga, 2004a: 53). La artista norteamericana Judith Chicago junto con Miriam Schapiro llevaron a cabo, en 1971, el “Feminist Art Program en Fresno”, y en 1972, la cooperativa de mujeres “Womanhouse” en Los Angeles, con la voluntad de organizar por primera vez un programa feminista de educación artística, en el que pusieron en tela de juicio la representación patriarcal de una forma radical (Aliaga, 2004a: 49). Parte de la experiencia artística del movimiento feminista de los setenta fue recogido por Laura Cottingham en el documental “Not for Sale” (1975), donde se muestra la práctica político-artístico de las artistas Nancy Buchanam, Martha Rosler, Linda Nochlin, Lucy Lippard, Eleanor Antin, Adrian Piper, Suzanne Lacy, Howardena Pindell, Sherry Brody, Faith Ringgold, Carolee Schneemann y Anna Mendieta entre otras.
Según Paul Preciado, podemos encontrar los antecedentes de la apropiación del concepto género que formularía Judith Butler en los años noventa, en las intervenciones en el espacio público de este grupo de artistas (Preciado, 2003b). En el texto “Retóricas del género. Performance, performatividad y prótesis” (Preciado, 2003b), Preciado describe dos técnicas estético-políticas fundamentales con las que las artistas de los setenta subvirtieron el orden patriarcal de la representación: en primer lugar, las artistas concibieron la performance del cuerpo como un medio para llevar a la práctica el lema “lo privado es político” (Preciado, 2003b).
“El cuerpo y la experiencia personal es el espacio político por excelencia, por ello sus performances no tienen como objetivo producir una representación para que el espectador la vea de forma pasiva, sino generar una “experiencia” que posibilite la transformación social y personal, una experiencia que el feminismo de los años 70 concibe como un proceso de aprendizaje, un modo de producción de conocimiento que hace posible la acción política” (Preciado en Ayp.unia.es, 2003).
En segundo lugar, sacaron al espacio público la palabra que había quedado relegada al espacio privado, a través de un método de acción política al que llamaron “toma de conciencia” (Preciado, 2003b).
“Eran proyectos de carácter colectivo en el que grupos de mujeres se reunían haciendo circular la palabra unas veces sobre asuntos aparentemente banales, otras relacionadas con la intimidad, o el cuerpo. Gracias a esta escenificación se producía una especie de liberación colectiva, una auténtica catarsis política cuyo objetivo era modificar las estructuras de conocimiento y afecto” (Preciado en Ayp.unia.es, 2003).
***
Mi cuerpo es un campo de batalla
En los inicios de los ochenta se produjo un cuestionamiento radical del término “género” poniendo en evidencia que “las diferencias significativas entre los sexos son las diferencias de género” (Lamas, 1986: 173). Joan W. Scott definió el género como una “forma de denotar las construcciones culturales, la creación totalmente social de ideas sobre los roles apropiados para mujeres y hombres” (Scott, 1996: 7). Scott realizó esta afirmación entendiendo que las diferencias de sexo no son naturales, sino que obedecen a toda una serie de construcciones sociales. Utilizó el género para referirse al conjunto de valores, roles, comportamientos y actitudes que la cultura diseña y adjudica a hombres y mujeres en el momento del nacimiento, diferenciándolo del “sexo”, que tiene su origen en la biología y que divide a la especie humana en función de la morfología genital (Scott, 1996).
“Los papeles sexuales, supuestamente debidos a una originaria división del trabajo basada en la diferencia biológica han sido descritos etnográficamente. […] Estos papeles, que marcan la diferente participación de los hombres y las mujeres en las instituciones sociales, económicas, políticas y religiosas, incluyen las actitudes, valores y expectativas que una sociedad dada conceptualiza como femeninos o masculinos” (Lamas, 1986: 174).
Hasta entonces la categoría “mujer” aparecía como el único sujeto político del feminismo, lo que había permitido la articulación de las luchas feministas de los sesenta. Con la llegada de los ochenta, esta categoría entró en crisis al ser cuestionada desde los propios márgenes del movimiento feminista (Solá y Missé, 2010). También desde el mundo del arte se comenzó a cuestionar la categoría “mujer” como sujeto de representación. A diferencia de la primera generación de artistas feministas, que defendió la existencia de una sensibilidad específicamente femenina, la generación feminista postmoderna de los años ochenta recondujo sus reivindicaciones hacia el terreno de la teoría y el discurso crítico (Aliaga, 2004a). Artistas de la década de los ochenta como Laurie Anderson, Sherrie Levine, Barbara Kruger, Cindy Sherman, Martha Rosler, Mary Kelly, Silvia Kolbowski, Zoé Léonard, Nicole Eisenman, Rona Pondick, Jana Sterback, Suzan Etkin o Silvie Fleury realizaron una revisión del sujeto de representación en el que el análisis basado en la diferencia biológica o sexual resultaba insuficiente.
“Si en un tiempo había permitido articular la lucha, también había constituido una fuente de exclusión. A este cuestionamiento de la categoría mujer contribuyen dos grandes críticas que ponen el feminismo patas arriba. […] Una sería la crítica feminista postcolonial: negras, chicanas, asiáticas, africanas, que manifiestan la carga imperialista y colonizadora de ese sujeto mujer del feminismo. Un análisis muy pobre y naturalizado del género, que deja de lado cantidad de factores que también influyen en la opresión como son la clase, la raza, la sexualidad, etc. Y por otro lado la crítica lesbiana a la sexualidad obligatoria. Una serie de mujeres lesbianas ponen sobre la mesa la gran exclusión del feminismo, la exclusión del lesbianismo, y sobre todo esa presunción de heterosexualidad que contienen las teorías y las prácticas feministas” (Solá en Reflexiones feministas sobre el no binarismo, 2009).
El primer gran cuestionamiento al feminist standpoint (Magallón, 1999: 73) vino de la mano de la crítica feminista postcolonial a través de la reflexión de algunas activistas como Patricia Hill Collins, Alice Walker, Angela Davis, Audre Lorde, Bárbara Smith, Gloria Hull o Bell Scott, entre otras muchas. Frente a la visión del feminismo blanco que concebía el grupo como una suma de individuos, Patricia Hill Collins, partiendo de la experiencia de los afroamericanos como grupo estigmatizado, defiende que “el grupo existe, y que su historia y situación es el lugar donde convergen las relaciones estructurales de poder que son jerárquicas, múltiples y cambiantes” (Magallón, 1999: 73). En 1981, Angela Davis publicó “Mujer, raza, clase” (Davis, 2004), en el que denunció cómo el feminismo blanco liberal había invisibilizado sistemáticamente la voz y las reivindicaciones de las mujeres negras. A su vez, Davis estableció una alianza transversal, un proyecto de emancipación colectiva, con el que luchar en contra de las exclusiones de raza, género, clase y sexualidad. Alice Walker escribió en 1982, “El color púrpura”, donde reflejaba la lucha de la mujer negra en contra el racismo de la cultura blanca, pero sobre todo en contra de las actitudes machistas fomentadas desde el propio patriarcado negro. Otra aportación importante fue la realizada por Barbara Smith, quien escribió en 1982 “All the Women are White, All the Black Are Men, But Some of Us Are Brave: Black Women’s Studies”, como una manera de interrogar a las feministas blancas sobre sus actitudes racistas. Audre Lorde, desde su posición como feminista negra y lesbiana escribió en 1984, “Sister Outsider” (Lorde, 1984), afirmando que las “las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo“ (Lorde, 1994: 7). Tampoco podemos olvidar los trabajos de las lesbianas chicanas como Chela Sandoval, Gloria Anzaldúa, que escribió en 1987 “Borderlands/La Frontera: The New Mestiza”, en el que nos habla de la intersección entre diferentes culturas e identidades, o el libro de Cherrie Moraga, “This Bridge Called My Back: Writtings by Radical Women of Color”, publicado en 1981 (Trujillo, 2005: 29).
El segundo gran cuestionamiento de la categoría mujer vino de la mano de las lesbianas feministas, quienes denunciaron la exclusión dentro del movimiento feminista y sobre todo la presunción de heterosexualidad del mismo (Solá y Missé, 2010). En 1975, Gayle Rubin se dio a conocer con su ensayo “El tráfico de mujeres: Notas sobre la “economía política del sexo” (Rubin, 1986), en el que acuñó el concepto “sistema sexo/género”, definiéndolo como «el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (Rubin, 1986: 97). A través del concepto sexo/género, trató de descubrir cómo las mujeres son relegadas a una posición secundaria en las relaciones humanas a través de una serie de mecanismos histórico-sociales por los que el género y la heterosexualidad son obligatorios (Rubin, 1986). En 1978 decidió trasladarse a San Francisco con la intención de estudiar la cultura leather entre homosexuales masculinos. Ese mismo año, junto a Pat Califia y otras dieciséis personas más, fundaron el Samois, el primer grupo de sadomasoquismo lésbico, deviniendo en una destacada activista “pro-sex” en las guerras feministas de sexo de los años ochenta (Preciado, 2003b). En su ensayo de 1984, «Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad” (Rubin, 1989), Rubin pusó en tela de juicio el sistema de valores que los grupos sociales atribuían a la sexualidad, por el cual determinados comportamientos sexuales se definían como buenos y naturales mientras otros serían malos y antinaturales, en el que afirmaba que “el reino de la sexualidad posee también su propia política interna, sus propias desigualdades y sus formas de opresión específica” (Rubin, 1989: 114).
Adrienne Rich, basándose en la noción de Rubin del sistema sexo/género, escribe en 1980 “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana” (Rich, 1996), en el que acuñó el término “heterosexismo” para definir la heterosexualidad como un régimen excluyente y para criticar la presunción de heterosexualidad en las teorías y prácticas políticas feministas (Rich, 1996). Ese mismo año, Monique Wittig escribió “El pensamiento heterosexual” (Wittig, 1980), donde definió el sexo y el género como una construcción, y considera la reproducción, el matrimonio, el cuidado de los hijos y demás actividades asociadas a lo femenino, como “elementos de una cadena de producción social y demográfica destinada a la reproducción de la vida” (Preciado, 2003b). Wittig calificó la heterosexualidad como un régimen político y consideró que la categoría “mujer” no es un identidad natural (“No se nace mujer”), ya que ésta “surge en el marco de un discurso heterocentrado” (Preciado, 2003b). Más tarde afirmará que “las lesbianas no son mujeres”, presentándolas como un sujeto que escapa tanto al régimen de dominación heterosexista como a las categorías del género y la sexualidad. “La lesbiana es el único concepto que conozco que está más allá de las categorías de sexo (mujer y hombre), pues el sujeto designado (lesbiana) no es una mujer ni económicamente, ni políticamente, ni ideológicamente” (Wittig en Parole de Queer, 2012).
“El principal objetivo de Wittig es problematizar las identidades que se desprenden del cuerpo, y por otro lado, concebir a las lesbianas y a los gays como aliados naturales de las mujeres, todas las otredades que la heteronormatividad ha colocado en la opresión. De esta forma, Wittig establece una importante alianza identitaria basada en la opresión compartida entre el movimiento gay y lesbiano y el movimiento feminista, y abre una brecha en el sujeto de representación del feminismo de la que todavía el movimiento no se ha recuperado” (Solá en Reflexiones feministas sobre el no binarismo, 2009).
***
La Teoría Queer
Ver Capítulo 2.3. “El eje del mal es heterosexual” La irrupción de las «multitudes queer». Pág. 97 |
“El activismo queer surge a finales de los años ochenta en el seno de comunidades como las lesbianas chicanas de California o las lesbianas negras, que se rebelan contra su “extranjería” no sólo de la cultura dominante sino del propio movimiento de gays y blancos de clase media que decía representarlas. Las minorías sexuales excluidas por pobres, por negras, por seropositivas, por plumeras…., siguiendo la estrategia política del autonombramiento para adelantarse a la injuria se apropian del término y lo utilizan como reivindicación de su ser desviado y dicen somos bollos, maricas, osos, transgéneros, intersexuales, sadomasoquistas… somos queer” (Trujillo, 2005: 30).
En ese contexto, las multitudes queer decidieron autodeterminarse con este término despectivo con la voluntad de cuestionar las “tendencias integracionistas de una parte del movimiento gay, señalando los límites de esa integración y promoviendo posiciones de enfrentamiento directo contra los regímenes normativos” (Córdoba, 2003b: 20). Por otra parte, pusieron en cuestión la identidad como algo estable, “sobre la que se habían asentado las políticas gays y lesbianas, considerando los efectos excluyentes de esa identidad” (Córdoba, 2003b: 29). Lo queer se convirtió en un término subversivo que confundía la definición de grupo y fomentaba un identidad espontánea, mutable y política, una forma de vida en la que la libertad sexual y la transgresión de género son solo algunos de sus componentes. “La teoría queer, al mismo tiempo en filiación y en ruptura con la tradición feminista, supuso un giro performativo en la interpretación de la identidad” (Preciado en Macba.cat, 2004b).
Ver Capítulo 2.3. “El eje del mal es heterosexual” La irrupción de las «multitudes queer». Pág. 102 |
Fue Teresa de Lauretis la primera persona que utilizó el término teoría queer (Aliaga, 2000; Butler, 2002: 313-339; Trujillo, 2005: 29-31) como una manera de acentuar las discontinuidades con los estudios gays y lesbianos. El término apareció por primera vez en 1991, en el número 2 de la revista “Diferentes” en el que denunciaba que los estudios gays y de lesbianas se habían “integrado” de una manera cómoda en la academia (De Lauretis, 2000a). De Lauretis defendía que era necesario que este tipo de estudios realizara una reflexión teórica más crítica a las diferencias de orientación sexual, de sexo, de raza, de clase social, etc, dentro de la comunidad feminista y gay. En 1994, criticó el concepto en la misma revista por haberse convertido en algo “vacío” (Trujillo, 2005: 29). En el contexto español, Ricardo Llamas propuso el término “teoría torcida” (Llamas, 1998) como posible traducción del vocablo inglés.
A partir de los años noventa, las teorías queers cuestionaron la idea de un único sujeto político “mujer” y “homosexual”. A partir de este cuestionamiento, Teresa de Lauretis, Dona Haraway, Judith Butler o Eve K. Sedgwick, desarrollaron la idea de que la subjetividad es performativa, trascendiendo la dicotomía sexo-género, con la que propiciaron la articulación de un discurso y una acción política que provocaron “una ruptura en la concepción normalizadora de la diferencia sexual” (Preciado 2003b).
“Las teorías queer ponen en cuestión la distinción clásica entre sexo y género, haciendo hincapié en el hecho de que la noción de género apareció en el contexto del discurso médico como un término que hacía referencia a las tecnología de intervención y modificación de los órganos genitales y cuyo único objetivo era llevar a cabo un proceso de normalización sexual” (Preciado en Ayp.unia.es, 2003).
Esta ruptura de la dicotomía sexo-género provocó, a lo largo de la década de los noventa, una proliferación de discursos críticos. Por un lado, Donna Haraway y Teresa de Lauretis definieron el género como una tecnología, considerando la sexualidad no como algo biológico, sino como una construcción social (Haraway, 1995a, 1999; De Lauretis, 2000c). Estas autoras redefinieron en términos de “tecnologías del género” la representación cinematográfica, artística y científica haciendo uso del concepto de biopoder formulado por Foucault (Macba.cat, 2004b). En 1983, Haraway escribió “Manifiesto cyborg” (Haraway, 1995c), donde utiliza por primera vez la metáfora del cyborg, al que define como “un organismo cibernético, un híbrido de máquina organismo, una criatura de realidad social y también de ficción” (Haraway, 1995c: 253) compuesto de “lo orgánico, lo mítico, lo textual y lo político” (Haraway, 1995c: 128). Haraway utiliza la metáfora del cyborg para analizar cómo los cuerpos son producto de tecnologías complejas, afirmando que “todos somos quimeras, híbridos teóricos y manufacturados de máquinas y organismo, en resumen, somos cyborgs. Nuestra ontología es cibernética, la que nos da nuestra cultura” (Haraway, 1995c: 254). Haraway lo utiliza también como una estrategia teórico-política para desdibujar las fronteras de género haciendo hincapié en que “los organismos no nacen, se hacen” (Haraway, 1999c: 124).
“El presente trabajo es un canto al placer en la confusión de las fronteras y a la responsabilidad en su construcción. Es también un esfuerzo para contribuir a la cultura y a la teoría feminista socialista de una manera postmoderna, no naturalista, y dentro de la tradición utópica de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin” (Haraway, 1995: 254).
En 1987, Teresa de Lauretis publicó por primera vez su famoso ensayo “La tecnología del género” (De Lauretis, 2000c), donde nos invitaba a pensar el género como “el producto y el proceso de un conjunto de tecnologías sociales, de aparatos tecno-sociales o bio-médicos” (De Lauretis, 2000c: 8), realizando una conexión con el concepto de Foucault de “tecnología del sexo” (Foucault, 2005: 126). De Lauretis afirma que el género es “el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales, en palabras de Foucault, por el despliegue de una tecnología política compleja” (De Lauretis, 2000c: 8). A partir de este análisis, De Lauretis realizará más adelante la afirmación de que “el género es (una) representación” y de que “la representación del género es su construcción” (de Lauretis, 2000c: 9).
“La construcción social del sexo en género y la asimetría que caracterizan a todos los sistemas de género a través de las culturas (aunque en cada una de un modo particular) son entendidos como ligados sistemáticamente a la organización de la disigualdad social. El sistema sexo-género, en suma, es tanto una construcción sociocultural como un aparato semiótico, un sistema de representación que asigna significado (identidad, valor, prestigio, ubicación en la jerarquía social, etc.) a los individuos en la sociedad. Si las representaciones de género son posiciones sociales que conllevan diferentes significados, entonces, para alguien ser representado y representarse como varón o mujer implica asumir la totalidad de los efectos de esos significados. Así, la proposición que afirma que la representación de género es su construcción, siendo cada término a la vez el producto y el proceso del otro, puede ser reformulada más exactamente: la construcción del género es tanto el producto como el proceso de su representación” (De Lauretis, 2000c: 11).
De Lauretis descubre una paradoja al afirmar que el género es una construcción social. Si éste es verdaderamente una construcción, puede ser afectada por su deconstrucción a través de cualquier discurso que pudiera tergiversarla ideológicamente (De Lauretis, 2000c: 9). “Porque el género, como lo real, es no sólo el efecto de la representación sino también su exceso, lo que permanece fuera del discurso como trauma potencial que, si no se lo contiene, puede romper o desestabilizar cualquier representación” (De Lauretis, 2000c: 9).
Por otra parte, el trabajo de Judith Butler y Eve K. Sedgwick supuso el giro performativo del término, cuando lo definieron en términos de performance a la hora de interpretar la identidad, proponiéndolo como una reacción ante el feminismo esencialista que afirmaba que había una verdad natural en la diferencia sexual, utilizándola como una forma de imponer ciertas formas de masculinidad y feminidad (Preciado en Ayp.unia.es, 2003). Pero para poder entender el giro performativo del concepto género formulado por Butler y Sedwick, hay que mirar atrás en el artículo de 1929 de la psicoanalista Joan Rivière, que definió “La feminidad como una mascarada” (Riviere, 1966) cuando investigaba las formas intermedias de la sexualidad femenina, remitiéndonos a la idea de que el género es una construcción cultural, una elaboración política y no algo natural.
“Rivière y todo el aparato discursivo psicoanalítico posterior mantiene la dicotomía entre masculinidad y feminidad, otorgando a lo masculino un valor originario (natural) y subrayando de lo femenino su carácter de máscara. La cultura queer va más allá al plantear que no existe tal dicotomía, ni siquiera diferencia entre una feminidad/masculinad verdadera y otra impostada, sino que toda identidad de género es una performance, una mascarada (Preciado, 2003b).
En la teoría de Butler también es notoria la influencia del pensamiento de John Langshaw Austin. En “Como hacer cosas con palabras” (1955), Austin desarrolla la “teoría de los actos del habla” (Austin, 1955), diferenciándolos en dos grandes categorías: nombra como “actos constatativos” a “aquellos enunciados que describen la realidad y que pueden ser valorados como verdaderos o falsos, y actos performativos a aquellos que producen la realidad que describen” (Preciado, 2003b). Los actos performativos a su vez se dividen en “locutivos” y “perlocutivos”. “Locutivos” son aquellos que “producen la realidad en el mismo momento de emitir la palabra (lo que les dotaría de un poder absoluto)” (Preciado, 2003b) y “perlocutivos” son aquellos que “intentan producir un efecto en la realidad, pero ese efecto no es inmediato sino que está desplazado en el tiempo (y, por tanto, existe una posibilidad de error)” (Preciado, 2003b). También es relevante la influencia del filósofo Jacques Dérrida en Butler, quien puso en cuestión la efectividad de los actos performativos de la teoría de Austin, en su texto “Márgenes de la filosofía” (1972), afirmando que “no hay una voz originaria sino una repetición regulada de un enunciado al que históricamente se le ha otorgado la capacidad de crear la realidad” (Preciado, 2003b).
Todas estas aportaciones conducirán a Butler a redefinir la noción de género en términos de “performatividad”, desmarcándose de la noción de “performance” que había adquirido una connotación meramente estética. En 1990 publica en EE.UU. el influyente libro “El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad” (Butler, 2007). Considerado uno de los textos fundacionales de la teoría queer y del feminismo postmoderno, el texto realiza acercamientos interdisciplinarios entre la teoría feminista, la filosofía postestructuralista, el psicoanálisis y la teoría literaria, y sienta las primeras bases para el desarrollo de la teoría del genero (el sexo es a la naturaleza lo que el género a la cultura). Butler diferencia “tres dimensiones contingentes de la corporalidad significativa: el sexo anatómico, la identidad de género y el género que se actúa” (Butler, 2007: 268) e introduce por primera vez el concepto de “performatividad del género” (Butler, 2007: 266).
“En otras palabras, actos, gestos y deseo crean el efecto de un núcleo interno o sustancia, pero lo hacen en la superficie del cuerpo, mediante el juego de ausencias significantes que evocan, pero nunca revelan, el principio organizador de la identidad como una causa. Dichos actos, gestos y realizaciones -por lo general interpretados- son performativos en el sentido de que la esencia o la identidad que pretenden afirmar son invenciones fabricadas y preservadas mediante signos corpóreos y otros medios discursivos” (Butler, 2007: 266).
Utiliza las prácticas culturales paródicas producidas por travestis, identidades butch/femme y drag kings como ejemplo de contradicciones de la verdad del género y a través de estas, desplaza la identidad de género original. “La relación entre la “imitación” y el “original […] nos proporciona una pista de la forma en que puede replantearse la relación entre identificación primaria […] y la experiencia de género subsiguiente” (Butler, 2007: 268).
“Del mismo modo que la travestida produce una imagen unificada de la “mujer” […] también muestra el carácter diferente de los elementos de la experiencia de género que erróneamente se han naturalizado como una unidad mediante la ficción reguladora de la coherencia heterosexual. Al imitar el género, la travestida manifiesta de forma implícita la estructura imitativa del género en sí, así como su contingencia” (Butler, 2007: 269).
Según Butler, hablar de performatividad de género implica que el género es una actuación que se repite reiteradamente y obligatoriamente bajo unas normas sociales a las que estamos sujetos (Butler, 2007: 269), es decir, las convenciones de feminidad y masculinidad necesitan repetirse constantemente para hacerse normativas.
“La parodia por sí sola no es subversiva, y debe de haber una forma de comprender qué es lo que hace que algunos tipos de repetición paródica sean verdaderamente trastornadores, realmente desasosegantes, y qué repeticiones pueden domesticarse y volver a ponerse en circulación como instrumentos de la hegemonía cultural” (Butler, 2007: 269).
Las aportaciones de Butler sobre la performatividad del género y la performance queer, influirán en el pensamiento de Eve K. Sedwick quien escribió en 1990, “Epistemología del armario” (Sedwick, 1998), en el que identifica dos contradicciones cuando reflexiona sobre la necesidad de desarrollar una crítica gay y antihomofóbica desde su propia especificidad teórica sin desvincularse de las cuestiones más amplias sobre el género y la política antipatriarcal:
“La primera es la contradicción que hay entre la definición de la homo/heterosexualidad como un tema que es importante fundamentalmente para una minoría sexual poco numerosa, identificable y relativamente definida (a la que me refiero con el nombre de visión minorizadora) y como un tema de importante constante y determinante en la vida de las personas de todo el espectro de sexualidades (a la que me refiero con el nombre de visión universalizadora). La segunda contradicción es la que hay entre considerar la elección del objeto del mismo sexo como una cuestión liminar o transitiva entre géneros y, por otra parte, como el reflejo de un impulso de separatismo -aunque no necesariamente político- dentro de cada género” (Sedwick,1998: 11-12).
Las aportaciones teóricas queer de Butler, Haraway, De Lauretis y Sedwick influirán en el pensamiento de Paul Preciado que se convertirá en uno de los embajadores de la teoría queer en nuestro contexto. En “Manifiesto Contrasexual” (Preciado, 2002) utiliza la idea de la “prótesis” como una manera de repensar el cuerpo como una tecnología y como una manera de explicar el género mediante “una re-lectura de la historia de la sexualidad desde las ciencias y las tecnologías de control y transformación del cuerpo” (Preciado 2003b), realizando nuevas reflexiones sobre algunas cuestiones sin resolver de los conceptos de performance y performatividad que habían dejado abiertas sus predecesoras.